El hombre de arena

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El hombre arena se levanta en medio
de su propio desierto.
Desierto de pasado y presente y futuro.
Aislado, 
ausente de las realidades de las que no desea enterarse;
desierto de su propio exilio,
 guardián de su propio éxodo,
no deja cruzar a nadie.

El hombre de arena
se confunde con el paisaje.
Se quedó un día sentado
y su cuerpo se fundió con las dunas,
y le ha sepultado las piernas,
un traje
que lo vuelve pesado,
que lo ha dejado inmovilizado
 que lo ha vuelto desde entonces arena. 


El hombre de arena vive de frente 
a la noche, 
y deja que el sol le caliente 
la espalda,
como si ignorara los atardeceres,
o los amaneceres,
como esperando a que las luces se enfriaran
 para estar en calma.
Hombre de arena, 
no deberías darle al sol la espalda.
Es como si el girasol negara sus ancestros
y escondiera su rostro del padre universal.


Pero el hombre de arena prefiere la luz tibia 
de la luna
que el asfixiante sopor de las calurosas tardes.


El hombre de arena tiene el puño apretado,
y en el puño aprieta granos de su propia tierra,
y no sé si la asfixia
o se aferra a ella.


El hombre de arena escucha sonidos y melodías 
de otros tiempos
para mantenerse eterno,
para estar cautivo, para no sentirse enfermo,
para estar distraído,
para hacer pasar más rápido el tiempo
y seguir sintiéndose vivo.


El hombre de arena está pensando,
siempre está pensando.
Piensa mucho para sí mismo;
piensa en un día lo que se piensa en un siglo.
Al hombre de arena
parece que le duele la cabeza.


El hombre de arena tiene sus ojos cerrados
y ese gesto serio
que casi lo vuelve un sabio.
No quiere ver la noche
o no quiere ver el día.
No quiere ver que se ha quedado sin piernas
que se ha convertido en arena.


El hombre de arena tiene por cabello un mar
con ballenas,
ballenas que son pensamientos
y rizos que son olas encrespadas
de espuma vieja.
Un mar inquieto, que nuca está tranquilo,
mar negro, mediterráneo. 
Mar de niño.


El hombre de arena
me recuerda
a esa historia de una antigua biblioteca
que quedó sepultada bajo la arena,
también me recuerda
a ese libro de páginas infinitas
que no tenía principio ni fin
y siempre empezaba dónde terminaba,
y terminaba dónde empezaba.



Ese hombre de arena a veces me da pesares,

porque le tocó enamorarse del viento,

un viento indómito e insolente,

y ese viento 

descarado se lo va llevando 

de poquito a mucho

cada vez que lo deja entrar a su desierto.


Ojalá el viento que lo quiere tanto

le desentierre las piernas y le recuerde

que aun puede moverse,

u ojalá el viento que lo quiere tanto

le quite la arena 

y lo vuelva hombre solamente,

o lo levante en polvaredas,

y se lo lleve,

o lo vuelva también viento;


ojalá lo haga voltear a ver el sol de nuevo.



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