Tres treinta

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Y en un minuto,
en un abrir y cerrar de ojos ya estaba del otro lado.

"¿Cómo sucedió?" Preguntó.

El animal salvaje había sido amaestrado.
Su corazón se encontraba atado:
No quería tener dueño
y sin quererlo, tenía.

La vida se había vuelto fácil
y absurda,
cálida,
demasiado amable  para el golpeado
ritmo al que estaba acostumbrado.
El corazón ya no corría,
se encontraba inmóvil, pasmado
en sosiego y por ello 
sentía que moría
a cada paso que nunca se daba
y a cada suspiro que se le negaba.

¿Es esto la verdadera vida?.

La vida a la que había estado buscando 
y de la que ahora huía
con ansias y desesperación,
ansias de andarse revolcando nuevamente entre los azares
y causalidades,
en el flirteo con la incertidumbre y desenfreno que desataba
el no pertencer ni al cielo ni al infierno
ni al hombre
ni a ella misma...
y ahora que todo estaba alcanzando su equilibrio,
sentía que se desmoronaba;
palpaba el fin de los tiempos en la esquina de cada hora
que transcurría
(frente a la computadora)
y no sabía si el tiempo se tragaba demasiado rápido los atardeceres
o la luz artificial se había devorado el sol
de sus ojos
y olvidó el sopor que provocaba en su piel,
arraigada a la exquisita fatiga
de andarse sin rumbo ni meta fija en los anhelos del mediodía.

Ahora
no,
ya no...
ya nada de esto sucedía con la frecuencia
y rebeldía acostumbrada...
sucumbía
con el pasar de los pestañeos frente a la pantalla
y la silla rozando la ropa,
único puente de contacto con su piel
y esta realidad que ahogaba y dolía;
la silla y la deuda de tiempo extendiendo la condena.
"Odio mi vida, esta vida
la detesto"
Dijo