Extinguirse

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Entonces llega uno a la edad en que deja de contar los días.
Las semanas pasan como agua y en el
siguiente compás de la mecedora un mes,
dos meses,
seis meses se fugaron de entre los dedos
y la siguiente estación ya está instalándose
en el siguiente ventrículo del corazón.

Se peina uno el bigote,
o se cepilla el cabello.
Se pone un palillo entre los labios y
sale a contemplar como el resto del día
termina por derretirse en el horizonte.

Uno a mi edad muy bien sabe que las piernas
no fueron hechas para correr sino para
arrodillarse, y
las manos no para pedir
sino para ofrecer.
Y la espalda calla todas las noches
a las vértebras que cuentan
un inventario imaginario de
lo que han cargado a lo largo de los años.
Y sin embargo se deja de contar a los amantes:
uno, dos,
tres extraños,
cuántos extraños asomándose por la puerta,
compartiendo la merienda
endulzandole las heridas con miel
o mermelada de frambuesa.
Deja uno de esperar al otro a
que aparezca,
y no es despecho o indiferencia,
pero cuando atiendes que siempre
estuvo completa la
circunferencia,
dejas de atenerte a las
consecuencias,
circunspectas.
No más vueltas ni
tardezuelas
que lo dejan a uno con sabor amargo entre los
labios y la lengua:
uno quiere arder hasta extinguirse
sin dar tregua,
dejar bien marcadas las huellas
porque si habremos de ser recuerdo
que sea uno que aún quema.

Se envejece primero la mente
y después el corazón...
(¿o será primero la inocencia lo que se pierde
y al último la razón?)
a mi edad uno puede considerarse maduro
a modo de un fruto
tierno,
como no lo dicen mis ojos
que aún como niño sonríen
desechos;
lo dicen las arrugas en mi alma
y las canas
en mi ego.

Hoy estás aquí,
mañana volveré la mirada y no
estarás más.
Y habrá,
(quizá)
otros con su plato listo empuñando
su cubierto
y sus servilletas colgándo del
pescuezo
de la camisa,
y agregaré un beso
más,
una caricia,
a mi album de recuerdos
y volveré a ver cuánta de mí he quemado
sin emponzoñar el fuego y que
los leños,
y las flores,
y la mirada
y el cuerpo
y el sexo y las piernas o los brazos o el pecho no se corrompen
con el paso de los veranos, la primavera, el otoño o el invierno.

Pero hasta entonces prefiero soñar
que detrás de las noches se esconde
la infinidad
y la membrana etérica que recubre
nuestros corazones
promete el aleph y los secretos
y todos los misterios
del divino desorden
ocultos en nuestro nombre.
La conversación ignota de las coincidencias,
el lenguaje indescifrable
de la geometría invisible de los lunares
Y el acertijo de las incalculables muecas
de placer que del amor
(o del dolor)
hemos robado
y nunca retornado:

Vivir en un suave
orgasmo.